Por: María Montero. Fotografía por: Agustín Fallas
Tiene setenta y dos años y ningún afán por salir de su casa, donde trabaja y recibe, si quiere. La primera galerista de Guatemala, Ingrid Klussmann Oates, ya no es esclava de su oficio sino, únicamente, de su arte.
Después de un largo día de incertidumbre, Ingrid acepta la visita. Hace algún tiempo dejó de llevarse bien con su salud y a veces prefiere esperar antes de dar un pronóstico o conceder una entrevista, aunque finalmente anochece y, como se siente mejor, accede. En el interior del caserón hay una densidad antigua de alfombras y maderas; una atmósfera de carnaval barroco, entumido por varias capas de cuadros, ceniceros de plata, fotos, libros, muebles, camas, conchas. Todos los objetos le pertenecen y algunos, incluso, son obra suya.
Por todas partes cuelgan lámparas que derraman lentejuelas, almendrones y piedras, y el pasillo que cruza las habitaciones está custodiado por maniquíes que parecen catedrales, forrados con plumas, encajes y abalorios, porque a Ingrid Klussmann Oates le gusta todo lo que brilla, todo lo que cuelga, todo lo que tiembla luminosamente.
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